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La oficina que no fue

  Psicólogos y neurocientíficos han descubierto que mirar hacia el futuro es una función central de nuestro cerebro. Sin esta capacidad que nos distingue del resto de los animales no hubieran sido posibles la cultura, el conocimiento, la tecnología y la organización del trabajo, entre otras cosas.

Lo cierto es que pasamos mucho tiempo pensando en el futuro y esto es, según Daniel Gilbert, psicólogo de la Universidad de Harvard, el mayor logro del cerebro humano, el cual nos permite planificar e imaginar una variedad de posibilidades por anticipado.

Tanto es así que, de acuerdo con el psicólogo Martin Seligman y sus colaboradores, nuestra especie debería llamarse Homo Prospectus en lugar de Homo Sapiens, ya que nuestra especialidad es imaginar el futuro para anticipar y evaluar las posibilidades que guían nuestros pensamientos y acciones.

Seligman afirma que factores tales como la privación, la competencia, la coordinación y la cooperación pueden beneficiarse de la anticipación. Y dado que somos animales eminentemente sociales que dependemos de la interacción inteligente con nuestros congéneres (compañeros, descendientes, parientes, aliados o rivales potenciales) la prospección es fundamental para la supervivencia.

Otra prueba de la importancia que tiene la prospección es que muchos de los mecanismos que ha construido la civilización a lo largo del tiempo están fuertemente orientados hacia el futuro. Entre ellos, uno de los más notables es el Mecanismo de Anticitera, un dispositivo de aproximadamente dos mil años de antigüedad hallado hacia el año 1900 en el fondo del Mar Egeo. Los análisis del objeto –construido en madera y metal con gran cantidad de engranajes– han revelado que funcionaba como una máquina predictiva que se utilizaba para conocer el movimiento futuro de los planetas, la posición del sol y las fases de la luna, datos inmensamente útiles en esa época. De acuerdo con ellos se decidía cuándo sembrar, se determinaban las fiestas religiosas o si se podían hacer viajes nocturnos. Las simulaciones modernas por computadora sugieren que el dispositivo es muy preciso y que habría predicho con éxito incluso eclipses recientes.

Este hallazgo demuestra el enorme esfuerzo que a lo largo de nuestra historia le hemos dedicado al intento de predecir. El aumento y el desarrollo de esta capacidad prospectiva ha sido un factor crítico para nuestro éxito evolutivo ya que nos ha permitido evitar desastres, alejar depredadores, sobrevivir y prosperar. Y, en última instancia, continuaremos utilizando la prospección para estudiar posibles futuros y crear destinos probables.

Pero, ¿por qué el futuro se ha vuelto hoy tan apremiante? Puede ser porque, a pesar de que el porvenir será cada vez menos predecible debido al aumento de la complejidad (la cantidad de tecnologías disruptivas que están emergiendo al unísono, el fenómeno de la globalización, la transformación de las ciudades, los nuevos hábitos de consumo, los cambios sociales y culturales) necesitamos comprender los vectores que impulsan el cambio y así prepararnos para las inevitables transformaciones que vendrán en todos los ámbitos de la vida.

En la órbita de los espacios de trabajo, de la misma manera que hace miles de años recurríamos a los augures para predecir el mejor momento para plantar y cosechar, hoy precisamos anticiparnos a los mejores modelos para ser más productivos en tiempos inciertos.

El futuro ya no es lo que solía ser

Tal como afirmaba Arthur C. Clarke, tratar de predecir el futuro es una tarea peligrosa porque siempre nos encontraremos entre dos extremos: ser muy conservadores y quedar desactualizados en poco tiempo, o acertar tan exactamente que las predicciones sonarán absurdas y descabelladas.

Sin embargo, desde hace casi un siglo estamos empeñados en imaginar nuevas versiones de cómo será la oficina del futuro y, con cada avance tecnológico y cada nueva generación de profetas aparecen renovadas previsiones: algunas fuera de toda lógica, otras extremadamente precisas y, en el medio, una gran cantidad de reversiones de lo mismo.

En 1967, el periodista estadounidense Walter Cronkite imaginaba el futuro del trabajo y la tecnología de forma pintoresca: una variada cantidad de distintos dispositivos con amplias pantallas para distintas funciones (teléfono, medios y noticias –el actual Internet que en ese entonces no se adivinaba–, impresora, cámaras de monitoreo, etc.), todo sobre una importante superficie de trabajo. Unos cuantos años más tarde los teléfonos inteligentes (un solo dispositivo portátil con múltiples funciones) no solo dieron por tierra con esta predicción sino que también revolucionaron el concepto de oficina y casi todos los aspectos de nuestras vidas.

No obstante, otros fueron capaces de prever con increíble precisión la virtualización de la oficina y el trabajo flexible hace más de medio siglo. En una entrevista de la BBC del año 1964, el escritor y futurista británico Arthur C. Clarke anticipaba de qué manera el avance de la tecnología de las comunicaciones cambiaría el mundo. Afirmaba que, en 50 años, la gente podría estar en contacto instantáneo con otras personas en cualquier parte del mundo, trabajar desde cualquier lugar independientemente de la ubicación geográfica y hasta practicar cirugías complejas a distancia.

En 1982, otro grupo de especialistas convocados por el New York Times comentaban su visión del mundo del trabajo para el año 2000. Roy Amara –investigador, científico, futurólogo y presidente del Institute for the Future– aseguraba que, aunque la vida cotidiana no sería significativamente diferente, las grandes revoluciones se encontrarían en el lugar de trabajo donde primarían la autogestión, la colaboración y la realización intelectual y psicológica de los colaboradores por sobre la recompensa económica. Por su parte, Peter Schwartz –futurista, innovador y cofundador de Global Business Network– anticipaba Internet de las Cosas (‘las personas hablarán con la estufa y la cerradura’, afirmaba) y Hazel Henderson –futurista y activista ambiental británica– preveía la economía colaborativa.

A principios de los 2000, la consultora Accenture lanzó un video conceptual para presentar un nuevo tipo de oficina en la que se realizaría un seguimiento de los empleados en tiempo real con el argumento de que, para realizar eficientemente nuestras tareas es imprescindible encontrar a la persona adecuada en el momento adecuado. Esto se lograba mediante el uso de una suerte de tarjeta de identificación que debían portar los empleados junto con una red de sensores infrarrojos distribuidos por toda la planta para poder localizarlos. En oficinas con un layout mayormente cerrado tenía cierta lógica pensar que la geolocalización a través de una tarjeta nos permitiría comunicarnos mejor. Todavía no era el tiempo de los smartphones ni de las redes ubicuas de WiFi.

En febrero de 2001 se llevó a cabo en el MoMA de Nueva York una muestra llamada Workspheres dedicada a examinar el espacio de trabajo y el papel del diseño en la creación de soluciones efectivas para unas formas laborales que ya en ese entonces se percibían en constante cambio.

Centrados en la oficina individual, todos los modelos presentados estaban fuertemente influenciados por la presencia de la tecnología. La muestra incluía desde espacios de trabajo completos hasta hermosos objetos de diseño tales como escritorios, sillas, los infaltables teclados y mouses, las desaparecidas PDAs, los primeros –y enormes– teléfonos móviles y algunos elementos sorprendentes tales como una campera diseñada por Prada con múltiples bolsillos y compartimentos para llevar documentos y toda la tecnología necesaria en aquel momento (que incluía cables, enchufes y conectores de diferentes tipos y tamaños), hasta recursos para responder a la creciente necesidad de privacidad en espacios públicos.

Entre ellos destacan unos extraños dispositivos construidos en fibra poliamídica con una delicada estructura de acero que, al desplegarse formaban una especie de capullo que se introducía por la cabeza hasta los hombros; una especie de ‘bolsa’ con pequeños agujeros que permitían respirar y ver hacia afuera. Los diseñadores la presentaban como una solución ‘simple y accesible’ destinada a proporcionar protección frente a un entorno cada vez más estresante e intenso: una funda de relajación personal individual. El mismo concepto se aplicaba a una silla (una versión más grande que permitía encerrarnos completamente) que podía usarse tanto para relajarse, leer y concentrarse como para dormir, ya sea en la oficina o en cualquier espacio público.  Algo impensado para la época.

Hoy, todas las tendencias parecen confluir hacia la oficina híbrida, un pronóstico que ya se venía gestando pero con un horizonte temporal más extenso que la pandemia aceleró y que seguramente seguirá evolucionando. La experiencia ha puesto a prueba la eficacia del teletrabajo aunque algunos aspectos tales como los vínculos sociales y la construcción de la cultura organizacional seguirán perteneciendo mayormente al terreno de lo presencial.

Lo cierto es que, más allá de algunos pronósticos agoreros, la oficina aún no tiene fecha de defunción. No obstante, el viaje a través de estas predicciones y visiones del futuro (algunas fallidas, otras acertadas) nos indica que algunas preocupaciones permanecen intactas más allá de la forma de resolverlas: la presencia de la tecnología como factor de crecimiento, la necesidad de conectarse con otras personas para socializar, compartir y crear, y la demanda de privacidad y espacio personal junto con el siempre presente beneficio de estar juntos.

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